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CRÓNICA DE UN VIAJE A LA MISIÓN FÁTIMA: PRIMERA ETAPA

  • ponchofrancoa
  • 31 jul
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 6 ago

Después de un largo periplo aéreo que me llevó de Bogotá a Lima y, finalmente, a Santa Cruz de la Sierra —con una extensa y agradable escala en Lima, donde pude saborear arroz, quinua y chicha morada—, llegué al amanecer. Fui recibido por las queridas y acogedoras Hermanas de la Divina Misericordia en su casa de misión en Warnes, a unos cuarenta minutos de Santa Cruz.

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Al día siguiente, tras una breve visita al centro colonial de la ciudad, tomé un comodísimo autobús cama que me llevó directamente a Trinidad. Llegué de nuevo al amanecer a esta ciudad intermedia, capital del departamento del Beni, donde me esperaba mi anfitrión y compañero de misión, el joven misionero laico paraguayo Nery Fabián, de unos cuarenta años, muy jovial y amable. Permanecimos allí una semana, dedicada a mis trámites de permiso y cédula boliviana. Gracias a la inestimable ayuda de Nery, estas gestiones resultaron amenas y sencillas; de haber estado solo, seguramente me habría "embolatado" y desesperado.

El siguiente fin de semana continuamos nuestro viaje durante cinco horas en automóvil, cruzando en un "planchón" (balsa) el hermoso y caudaloso río Mamoré, hasta llegar a la pequeña población de San Ignacio de Moxos. Allí nos recibió formal y amablemente el Padre Jesuita Fabio Garbari, un misionero italiano. Fue en este lugar donde tuve el privilegio de conocer y quedarme maravillado con el tesoro más valioso y representativo de las antiguas "reducciones jesuitas" de Bolivia: el templo, reconstruido fielmente a su original, con sus intrincadas tallas en madera, cuadros, retablos, y un invaluable museo histórico y musical que narran una gran parte de cien años de historia (aproximadamente de 1690 a 1790).

Desde allí, viajamos cuatro horas por una buena carretera hasta San Borja, una pequeña ciudad que es el epicentro municipal y parroquial de mi territorio de misión. Fuimos fraternalmente acogidos por las Hermanas Lauritas y el Señor Obispo Eugenio Coter, quien acompañaba al Nuncio en su visita pastoral. El elegante protocolo y el almuerzo de agradecimientos con el Alcalde y otras autoridades, que incluyó la entrega de placas, constituyeron mi flamante bienvenida. Cabe destacar que San Borja y otras poblaciones cercanas forman parte del conocido "circuito de las misiones".

Después de tres días dedicados a compras y aprovisionamiento de víveres e insumos, partimos al amanecer en una camioneta sobrecargada hacia el "puerto Arenales", a una hora de distancia. Allí, traspasamos nuestra carga a una pequeña pero larga canoa a motor y, tras navegar ocho horas bajo un sol abrasador y un paisaje selvático —con una única parada técnica para almorzar y "destanquear"—, ¡llegamos por fin a nuestro destino: la famosa Misión Fátima de los Chimanes! (Más adelante les contaré por qué es, ciertamente, famosa).

Para cerrar esta primera crónica, lo más significativo para mí, después de "sentir y gustar internamente" San Ignacio de Moxos —y durante los primeros días y noches de intenso calor húmedo y un firmamento absoluta y bellamente despejado—, fue la vivencia más impactante: el sentimiento íntimo de pequeñez, de impotencia, de insignificancia, en medio del inconmensurable verde. La sensación de ser apenas un microscópico puntito o un grano perdido en medio del insondable universo infinito; un sentimiento profundo no de soledad, sino de humildad y compenetración.

 
 
 

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